Por Leandro Pankonin y Marcelo Otero.- Defender el universalismo implica una postura humanista, y una postura humanista implica una comprensión de lo humano en su sentido amplio. Los seres humanos tienen por particularidad la capacidad de producir cultura y es eso lo que los diferencia de otras especies. La potencia de lo humano está en los diversos modos de vida, que en las diferentes latitudes y épocas de este, nuestro planeta, los pueblos le han dado explicación, forma y práctica al mundo que los rodea, y a la realidad que construyen con sus propias manos.
La modernidad, como maquina de progreso, ha venido a instaurar la lógica del sentido homogéneo de los valores humanos, y de sus derechos, de la coronación del occidentalismo como finalidad; el capitalismo como esquema, el Estado Nación como generador de poder. Pero la modernidad capitalista no está supuesta en la historia de la humanidad, no responde a un devenir natural y armónico, exento de conflictividad; por el contrario, el hecho de que dicho sistema haya sido preponderante responde a disputas de poder e imposiciones por la fuerza por sobre otros sistemas. Otros modos de vida valen tanto como este, y su potencial está claro en que, aun siendo subordinados y estigmatizados por largo tiempo, hoy están de pie y plantean una alternativa a un mundo que se cae a pedazos, aun cuando el proyecto civilizatorio haya firmado su sepulcro entre baños de sangre. Occidente siempre hace de sus otros ángeles o demonios, pero casi nunca humanidad; desde la visión romántica del buen salvaje de Rousseau y la tierra joven, primigenia y virgen que Europa soñó de la recién conquistada América, hasta la filmografía hollywoodense que increpa al terrorismo islámico de atentar contra la democracia y las buenas costumbres, hasta los jóvenes que mueren todos los días en los barrios de nuestras ciudades, sin nombre, sin edad, sin vida, como un dato que se llama asesino, paquero o delincuente.
La receta se repite mil veces y ahora una vez más. Indios buenos son aquellos que posan para la foto, los que hablan poco y lo suficiente, los que no se quejan. Los revoltosos, que intentan cuestionar la historia, que luchan contra la injusticia del presente, anuncian un riesgo tal que convocan a periodistas, empresarios y fuerzas de seguridad en una nueva cruzada desarrollista; cuando quieren dejar de ser tomados por pieza de museo y artículo folklórico, y se disponen a tomar en sus manos el derecho a vivir en sus territorios y hacer valer su sentido de mundo, la opinología del miedo vuelve a hablar de fundamentalismos. ¿No es acaso el fundamentalismo de la modernidad sin límite lo que nos llevó a Hiroshima y Nagasaki? ¿No es acaso el fundamentalismo de la ganancia sin límites lo que destruye nuestro propio medio todos los días con la sojización y la minería a cielo abierto? ¿No es acaso la opinología del miedo la que colaboró para sembrar nuestro país, y tantos otros, de campos de concentración y fosas comunes? ¿Quién mata, quién muere y quién tiene derecho a réplica? ¿Quién juzga, quién es juzgado y quién tiene derecho de réplica?
Las apelaciones a un nacionalismo ejemplificador encubren el respeto que exigen la dominación del capital y un aval al despojo de tierras, que implica el modelo agro minero exportador. En las palabras se defienden los valores de la nación, en los hechos se ejerce la pasividad y se acepta con silencio el saqueo, el despojo y la violación de la soberanía territorial de las comunidades originarias.
Afirmar que la lucha por el derecho al territorio implica un racismo al revés, como indica Sebrelli en su nota del 29 de noviembre en el diario Perfil, significa pecar de profunda ignorancia, además de ser una provocación más, dentro de una serie de planteos mediáticos encabezados por el diario La Nación, que vienen pujando por instalar una visión demonizada de los que luchan por defender sus espacios; una posición que legitima la represión y el desalojo de las comunidades que resisten al saqueo.
Como bien lo plantean cantidad de movimientos campesinos e indígenas en nuestro país y a lo largo del continente, la lucha por la autonomía marca la necesidad de los pueblos por hacer valer su propia visión de mundo: su educación, su sistema productivo, su forma de organización política, etc. El día que todos y todas aprendamos a encontrar la riqueza de lo humano en la complementación de la diversidad de formas de vivir esta tierra, seguramente podremos pensar en un mejor mañana; pero mientras se sigan marcando los estigmas con las varas del juzgador del bien y del mal (que en el fondo siempre recorren el profundo dilema argentino de civilización o barbarie), volveremos a atentar una vez mas contra la humanidad y contra el universalismo, mientras seguimos socavando nuestra propia tumba como especie. ¿Quién mata, quién muere y quién tiene derecho a réplica? ¿Quién juzga, quién es juzgado y quién tiene derecho de réplica? Será preciso voltear a quien pisa la semilla, pero pensemos también que esta semilla está en nosotros.